viernes, 6 de febrero de 2009

UN RANGER DE LEYENDA III PARTE.

Más párrafos del libro de Joaquin Jackson, que describe la intervención del motín en la prisión que menciona en el otro capítulo.
Está claro que los métodos policiales han evolucionado, desde el Tejas de los años 60


Jueves por la tarde, 3 de abril, el año que la misión Apolo alcanzó la luna.
El cuidador de la prisión de Carrizo Springs y su esposa habían llevado la comida a los prisioneros, cuando estos se abalanzaron sobre ellos y los redujeron.

Forzaron los armeros y obtuvieron armas y municiones. Se abrieron paso a tiros, hasta que se encontraron con algunos agentes de la policía local, y con el capitán de la compañía D de Rangers, Alfred Y.
Allee senior, quienes obligaron a tiros a los delincuentes a volver al interior de la cárcel.

Los internos decidieron fortificarse tras los muros y luchar contra la policía.
El capitán Allee pidió ayuda por radio a todas las unidades disponibles. My Dodge sedan del 69 se tragó 50 millas de carretera entre ranchos en 28 minutos. Cuando mi capitán me llama, yo acudo.

Cuando el agente Barrow y yo llegamos en frente de la prisión del condado, me quedé impresionado por la caótica violencia que reinaba en las calles.
Varios oficiales disparaban contra la prisión desde detrás de coches policiales abandonados. Las armas tronaban desde cada ángulo.

Los ciudadanos se agachaban detrás de los árboles y alrededor de las esquinas, presenciando el espectáculo. Nunca me habían invitado a una fiesta como esta.
Morris y yo nos convertimos en blancos casi inmediatamente.
Vi el resplandor de los disparos desde el segundo piso de la prisión.

Las balas comenzaron a volar sobre mi cabeza tan pronto salí del coche. Yo llevaba aquel día un nuevo sombrero de cowboy Resistol, que me había costado 65 $, lo que no era poco para un policía con una familia de cuatro miembros, que ganaba menos de 1000 $ al mes. Era lo bastante joven y tonto para considerarme a prueba de balas, así que lo que más me preocupaba era que aquellos desesperados hijos de perra me agujereasen el sombrero.

Cogí mi carabina M-2 del calibre .30 del maletero, puse el selector de tiro en fuego automático, e informé a los delincuentes, en los términos más claros posibles, que el plomo podía volar en 2 direcciones.

El Ranger Alfred Allee Junior, hijo del capitán, estaba en la escena, y se estaba quedando sin cartuchos para su escopeta Remington, así que le pasé un par de cajas de postas del .000. “¿Dónde está el capitán?”, le pregunté (no era muy profesional preguntar “¿Dónde está tu papá?” en medio de un tiroteo).

Señaló hacia el ala este de la prisión. El Agente Barrow y yo nos dirigimos en aquella dirección, cubriéndonos mutuamente con ráfagas cortas de disparos, para encontrarnos al capitán Allee lanzando la última de sus granadas de gas lacrimógeno de 40 mm.

Ninguno de sus disparos previos había conseguido pasar entre los barrotes de la prisión, y su último intento también falló. El gas lacrimógeno cubría toda la zona como una misteriosa niebla.

El ceño fruncido del capitán Allee puso sobre aviso a todo el que lo conocía que estaba muy irritado, probablemente porque había logrado gasear a todo el mundo en Carrizo Springs, menos a los delincuentes.
Siempre educado en sus maneras, nos agradeció a todos el haber llegado tan pronto y dijo, “chicos, si no podemos ahumar a esos bastardos para que salgan, tendremos que entrar nosotros”.

“Sí, capitán” dije. El capitán Allee estaba considerando el camino más corto y menos arriesgado hacia la prisión, cuando se detuvo para observarme atentamente con sus brillantes ojos castaños. Sin estar muy seguro de qué esperar, me acerqué a escuchar.
“¿Es un sombrero nuevo, Joaquin?”, dijo.
“Ah…sí, señor, lo es” contesté, asegurándome de estar bien a cubierto detrás del viejo olmo que todos estábamos compartiendo.

“Parece realmente bueno”. Cargó 3 cartuchos más en su carabine Winchester .30-30 niquelada (un regalo de cumpleaños de su esposa) y comenzó a correr hacia el edificio de la prisión. No tuvo que mirar atrás para saber que nosotros le seguiríamos.

Mientras se preparaba para asaltar un edificio fortificado, entre el humo de los disparos y el gas lacrimógeno, aquel hombre de 64 años se tomó un momento para admirar mi sombrero Resistol de 65 $. ¡Dios, adoraba a aquel viejo!

Nos ordenó seguirle a la pared norte de la prisión. Los delincuentes abrieron fuego contra nosotros, y yo contesté con un cargador entero de mi M-2. Mientras recargaba, oímos gritos desde el interior de la cárcel.
Ahora querían negociar.
“Hijos de perra, contaré hasta 10 para que arrojéis vuestras armas y salgáis”. Como comenté antes, no pasó del número tres, no porque pensase de verdad que los presos no sabían contar, sino porque se le había acabado la paciencia, y no estaba de humor para negociar.
Para él, sólo había una forma en que la situación podía acabar honorablemente para los Rangers de Texas.
Nos guió hacia la entrada del edificio. Nos reunimos con mi buen amigo, el Ranger Tol Dawson, Alfred Allee junior –el hijo del capitán-, el patrullero de autopistas Art Rodríguez (que un día se convertiría en un condenadamente buen Ranger), y 2 ó 3 agentes del Sheriff local. Nos abrimos paso a través del primer piso de la prisión, y nos dirijimos hacia la escalera que subía hacia las celdas.

Tol Dawson y yo, con nuestras armas dispuestas, asumimos que, como los más jóvenes del grupo, éramos los candidatos lógicos para abrir el camino hacia el segundo piso. Dimos un paso hacia las escaleras, cuando nuestro capitán de 64 años nos cogió por los brazos y tiró hacia atrás.

“Ninguno de mis Rangers va a ser asesinado delante de mí”, dijo. Se detuvo el tiempo suficiente para coger el arma del agente Barrow, un subfusil de la II Guerra Mundial del calibre .45, apodado “pistola de engrasar”.

En un instante, se aseguró de que el arma tenía el cargador lleno, accionó la palanca de montar, respiró profundamente, movió su cigarro a la otra comisura de su boca, y cargó gritando hacia las escaleras, disparando su arma.

Nos quedamos tan sorprendidos, que por un momento ni pensamos en seguirle.
La prisión estaba construida fundamentalmente de cemento y acero.
El subfusil comenzó a escupir las balas blindadas de 230 grains tan rápido como la acción podía introducirlas en la recámara.
La prisión se sumió en una tormenta de fuego, rebotes y tronantes detonaciones. El suelo tembló. No había nada que un hombre cuerdo pudiera hacer, más que agacharse y buscar protección mientras las balas rebotaban contra las paredes grises.

Después de unos ansiosos segundos, oímos la voz del Capitán: “Despejado”, gritó, “subid”.
Dawson y yo fuimos los primeros en trepar las escaleras. Mientras nos abríamos paso a través de los restos que llenaban el suelo del segundo piso, los efectos del asalto del capitán resultaron obvios. Las armas yacían abandonadas, todavía cargadas y montadas.
Dos revólveres estaban sobre las bandejas de comida, como platos sucios. Encontramos un rifle aquí, una escopeta allí. Mientras el polvo y el humo de los disparos se asentaban, un ominoso silencio descendió, como la calma que sigue a un tornado. Todos los objetos tenían un agujero de bala.

Inspeccionando el lugar, me sentí muy agradecido de que el capitán estuviese de nuestro lado.
Nos movimos de celda en celda, hasta que observamos dos pares de zapatillas de la prisión asomando desde debajo de un catre. Tiramos de ellos hasta sacar a sus propietarios, que salieron con rostros inexpresivos. Los agentes los identificaron como 2 borrachos habituales, que no tenían nada que ver con el motín. Totalmente en shock, y cubiertos con polvo, fueron puestos a salvo. Continuamos la búsqueda de los otros.


Pronto encontramos a los 14 amotinados, acurrucados juntos en una celda. Algunos sollozaban como niños. Otros parecían resignados a su destino, sin duda inmersos en los estadíos iniciales del stress postraumático. En cualquier caso, todos querían que se les llevase lejos del cañón del subfusil del capitán Allee – y rápido.


“Sus vacaciones han sido canceladas, chicos”, dijo el capitán, “pero tienen habitación y comida gratis por 5 años extra”.
Después de asegurar a los prisioneros, el capitán encendió un nuevo cigarro y reunió a los Rangers a su alrededor. “¿Tenéis hambre?” dijo, como su hubiésemos salido de una sesión de cine.

Meses más tarde, el capitán Allee me dijo que los borrachos que habíamos sacado de la prisión no habían vuelto a probar una gota de licor desde el incidente. “Mejores resultados que en Alcohólicos Anónimos, ¿no?” dijo, con un guiño. “Y más rápidos, además”.

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